No todos los terremotos nacen bajo tierra. Algunos se gestan en el escenario. Así fue el retorno de W.A.S.P. a Chile: un estruendo que sacudió cuerpos, memorias, y corazones, demostrando que no son solo un eco del pasado, sino que son un fuego que sigue ardiendo con furia, con una intensidad que atraviesa décadas y generaciones. Blackie Lawless, uno de los últimos grandes profetas de los ochenta, salió al escenario como una sombra con nombre propio, con esa aura que no se aprende ni se fabrica. No gritó, no pidió permiso. Simplemente ocupó el espacio como lo hacen los que han mirado de frente a su leyenda. A sus 68 años, su cuerpo ya no salta, pero su voz rasgada aún impone, ahora más humana, más dolida, más real, cargada de esa mezcla de rabia, dolor y seducción que definió a W.A.S.P. desde sus inicios. No fue sólo un músico sobre el escenario. Fue un testigo. Un sobreviviente. Un contador de historias que duelen y brillan. Ya no es el muchacho salvaje de los ochenta, pero tampoco es un fantasma de lo que fue. La banda tampoco ha perdido esa capacidad de combinar brutalidad y dramatismo con una teatralidad que no cae nunca en lo vacío: en sus canciones hay historia, hay carne, hay alma.
Pero antes de que W.A.S.P. se tomara el escenario, Enigma encendió la mecha con una actuación que fue todo menos introductoria. Sin necesidad de adornos ni excesos, la banda desplegó un viaje sonoro donde cada acorde parecía latir con historia. Álvaro Paci lideró con una precisión quirúrgica, y el resto del grupo lo siguió con la convicción de quien ha recorrido un largo camino. Fue una presentación breve, sí, pero cargada de peso. Décadas de metal condensadas en un puñado de canciones que dijeron más que mil discursos. Enigma no vino a abrir un show, vino a recordarnos que el metal chileno tiene alma, tiene pasado y sobre todo tiene presencia.
A las 21:00 hrs puntual W.A.S.P. salió a escena, después de 20 años sin pisar suelo chileno. Abriendo con precisión quirúrgica: riffs que cortaban el aire, luces que parecían llamar a los dioses del rock ochentero. “I Wanna Be Somebody” levantó al público como un grito compartido por generaciones. “L.O.V.E. Machine”, “B.A.D”, “The Flame”, cada canción fue coreada como si el tiempo no hubiera pasado. Y, de alguna forma, no pasó. Entre el sudor, las guitarras y los brazos en alto todos volvimos a ser parte de esa generación que encontró en W.A.S.P. una forma de decir aquí estoy, no me iré sin gritar. Lawless se volvió un médium, transmitiendo algo que venía de otra época, pero que aún pulsa: la herida de no pertenecer, de no alcanzar nunca el amor completo, de buscarse en un escenario y no encontrarse del todo. W.A.S.P. siempre fue eso: un exceso con alma, un glam metal con hambre de verdad. En una escena dominada por la estética, ellos también jugaron ese juego: sangre falsa, sierras eléctricas, cruces ardiendo. Pero había algo más profundo. Un símbolo. Cada exceso en W.A.S.P. tenía raíz, fondo, razón. No eran solo ruido ni pose. Eran teatro de lo oscuro, heavy metal con corazón desgarrado. Una desesperación disfrazada de show. Y esa esencia sigue intacta. La noche de ayer no fue un acto nostálgico. Fue una reivindicación. Y el público lo entendió: hubo emoción entre los riffs, brazos al cielo no sólo por devoción musical, sino por gratitud, por haber vivido para escuchar esto una vez más. Por poder mirar a Blackie a los ojos y decirle, sin palabras, todavía somos los mismos. En los márgenes del hard rock ochentero, W.A.S.P. fue siempre una anomalía: demasiados oscuros para el pop, demasiados teatrales para el metal puro. Pero en esa contradicción fundaron su templo. Y en noche de ayer, en Chile, ese templo volvió a levantarse. Con ruido, con furia, con poesía amplificada. Fue una ceremonia de fuego y memoria, de cuero, cicatrices y redención.
En el público, había más de una generación: padres con hijos, viejos metaleros, jóvenes que heredaron el culto. Todos unidos por esa liturgia ruidosa y honesta que W.A.S.P. ofrece como nadie. Sin cinismo, sin disfraces, solo verdad amplificada. Blackie no necesita saltar ni quemar crucifijos para incendiar el escenario. Ahora quema desde adentro. Se nota que le pesa el cuerpo, que el tiempo no perdón, pero cuando se aferra al micrófono y lanza su grito —ese que fue himno de rebeldía y ahora suena a testamento—, uno entiende que el fuego sigue siendo suyo. Y esas llamas se extendieron al final con “Wild Child” y “Blind In Texas”. Un cierre tremendo. El eco de estos himnos sigue —y seguirá— resonando como prueba de que algunas bandas simplemente no envejecen.
W.A.S.P. en Chile no fue un acto nostálgico. Fue un rezo eléctrico. Un pacto entre una banda que se niega a desaparecer y un público que se niega a olvidarla. Porque mientras existan noches como esta, las leyendas no morirán. Estarán ahí, en vivo, desgarrando y sonando más fuertes que nunca.